Buena parte de la población dispone de un salario suficiente para vivir (pagar facturas, hipoteca, colegios, comida, electrodomésticos, tecnología, ropa, transporte) pero insuficiente para ejercer el legítimo derecho a ser amparado por la justicia.
Otra buena parte ni siquiera dispone de un salario suficiente para vivir (el contenido del paréntesis se para en la primera o segunda coma...), así que, por supuesto, no puede ejercer el legítimo derecho a ser amparada por la justicia.
Hipócritamente, habrá quien niegue que hace falta disponer de una situación económica desahogada para poder reclamar un derecho o luchar legalmente por lo que en justicia le corresponde a uno o para no ser machacado por quien se salta las leyes a la torera. Pero tendrá que demostrar en qué se basa su negación o, desde luego para mí, serán palabras vacías y, lo dicho, hipócritas. Y tendrá además que completar su discurso con una alusión a las diferencias de costes familiares, sociales, físicos y psicológicos que se dan entre quienes acuden a la justicia con dinero y quienes acuden desnudos.
Vivimos en un mundo podrido, donde todo gira en torno a un mismo principio básico: el olvido de las bases de la dignidad humana, unido al recuerdo persistente de que sólo hay una vida y tenemos que vivirla lo mejor posible.
El principio ha calado tan profundamente que los colectivos son ahora conjuntos de pequeños egos, aspirantes eternos a grandes egos, que se encuentran temporalmente en una misma situación. A un ego no le preocupa lo que le pasa a otro. En definitiva, ambos aspiran a gran ego, no a colectivo. El ejercicio de la justicia se dificulta y al opresor le resulta más fácil oprimir.
Y cuando, por ventura, unos cuantos egos toman conciencia de que comparten una misma situación de opresión, la justicia se muestra poco preparada para ampararlos: les obliga a exponerse frente al opresor, a significarse, a quedarse desprotegidos con la sola red de la justicia (que no siempre está en buen estado y a veces se rompe). Al pequeño colectivo concienciado le da miedo arriesgarse a dar el triple salto mortal porque sabe que se está jugando mucho y no confía completamente en el buen estado de la red. Además, los opresores han hecho bien su trabajo: han hecho leyes que les favorecen, que minimizan el impacto de los reproches a sus conductas y que maximizan los costes de oportunidad de quienes plantean pegas a sus actos de opresión. Vamos, que hasta esos pequeños egos que consiguien salirse un poco de sí mismos para hacerse uno con un colectivo llegan a plantearse la utilidad y pertinencia de movilizarse: "¿Para qué? Arriesgamos mucho, ganamos muy poco".
Así las cosas, después de ver cómo las víctimas (y verdugos) del boom inmobiliario van a seguir ahogadas hasta su jubilación mientras quienes les ahogan reciben ayudas del Estado para salvarnos a todos y después de leer los sueldos que perciben algunos miembros de la monarquía española (por poner un ejemplo), creo que es hora de despertar de un largo y triste letargo y reaccionar.
Tenemos mucho que ganar (quizá para nuestros hijos) y, en vista de cómo va la cosa, creo que pronto tendremos muy poco que perder. Hay que hacer algo.