Cada vez que planteo un tema de conversación, me enfrento al reto de tener que despersonalizarlo. Generalmente, fracaso. Sin duda, resulta difícil a los contertulios trascenderse a sí mismos para alcanzar las inestimables cotas de la abstracción. Y es ahí donde deberíamos situarnos de cara a llegar a una entente cordial.
Sin pretender un completo entendimiento, lo que sí busco en el diálogo es un espíritu resolutivo, de búsqueda de una verdad lógica, compartible por dos o más personas. No busco convencer ni ser convencida, sino encontrar una respuesta satisfactoria a una cuestión planteada.
La cosa está cada día más difícil. En primer lugar, las sensibilidades están a flor de piel. En segundo lugar, el tratamiento de los temas está cada vez más compartimentado y los argumentos giran en torno a clichés que modelan la voluntad y el pensamiento colectivos. En tercer lugar, todo tema viene asociado a líneas transversales de argumentación que terminan por eclipsar el tema en sí y desvirtúan inevitablemente el diálogo. En cuarto lugar, las vísceras salen a relucir con demasiada facilidad; y con las vísceras no hay quien dialogue.
En fin, que entre la personalización, las sensibilidades, las vísceras, los clichés y la madre que los parió a todos, en este extraordinario siglo no hay quien dialogue en paz. Menos mal que todavía nos queda el refugio del monólogo.
Sin pretender un completo entendimiento, lo que sí busco en el diálogo es un espíritu resolutivo, de búsqueda de una verdad lógica, compartible por dos o más personas. No busco convencer ni ser convencida, sino encontrar una respuesta satisfactoria a una cuestión planteada.
La cosa está cada día más difícil. En primer lugar, las sensibilidades están a flor de piel. En segundo lugar, el tratamiento de los temas está cada vez más compartimentado y los argumentos giran en torno a clichés que modelan la voluntad y el pensamiento colectivos. En tercer lugar, todo tema viene asociado a líneas transversales de argumentación que terminan por eclipsar el tema en sí y desvirtúan inevitablemente el diálogo. En cuarto lugar, las vísceras salen a relucir con demasiada facilidad; y con las vísceras no hay quien dialogue.
En fin, que entre la personalización, las sensibilidades, las vísceras, los clichés y la madre que los parió a todos, en este extraordinario siglo no hay quien dialogue en paz. Menos mal que todavía nos queda el refugio del monólogo.